Comentario
El sistema del Principado creado por Augusto subsiste, pese a las diversas crisis dinásticas, hasta el reinado de los Severos; durante estos dos siglos y medio se observa una transformación de sus bases estructurales, lo que tiene su proyección en la progresiva equiparación de las provincias con el centro del Imperio, constituido por Italia y, especialmente, por Roma. No obstante, durante la segunda mitad del siglo II d.C., y concretamente durante los reinados de Marco Aurelio y de Cómodo, se observa la convergencia de factores de índole interno y externo que con posterioridad propiciarán la crisis del sistema; la presión de los pueblos germánicos se hace patente durante el reinado de Marco Aurelio hasta el punto de amenazar a la propia Italia; en el ordenamiento interno se observa la acentuación de las tensiones sociales, que tienen su máxima expresión durante el reinado de Cómodo en las sublevaciones de soldados fugitivos, esclavos y campesinos, que organizados por Materno, un ex soldado, afectan especialmente a la Galia y a Hispania y proyectan el asalto de Roma.
Con el paréntesis restaurador de la dinastía de los Severos (192-235), la crisis del Principado se desencadena durante el período de la Anarquía Militar (235-268), en el que se hacen presentes de forma acentuada y coetánea los distintos factores que en los años precedentes habían desestabilizado coyunturalmente al Imperio. Concretamente, la inestabilidad política, que durante los dos primeros siglos se limita a las crisis dinásticas o a las conspiraciones senatoriales, alcanza a partir del 235 su máxima expresión como se observa concretamente en el hecho de que en los 50 años posteriores hasta el reinado de Diocleciano gobernaran el imperio cerca de 20 emperadores sin contar usurpadores y corregentes, con una media de dos años; la mayor parte de ellos fueron asesinados y sólo algunos como Decio (249-251) o Valeriano (253-260) murieron luchando, respectivamente, contra los godos y los persas.
La inestabilidad dinástica corre paralela al aumento de la presión del Imperio persa en Oriente y de las gentes externae en la frontera del Danubio y del Rin; en el limes danubiano, a los enemigos tradicionales constituidos por cuados y marcomanos se suman nuevos pueblos germanos en movimiento como los godos y los vándalos, que se proyectan hacia el Mediterráneo central y oriental; en la frontera del Rin, francos y alamanes, tras rebasar el limes, devastan las provincias occidentales.
Ambos factores acentúan la crisis económica, fomentan la conflictividad social, dominada por el movimiento campesino de los bagaudas, y generan tensiones centrífugas, que provocan la fragmentación territorial del Imperio, donde surgen usurpadores que logran controlar durante períodos más o menos amplios determinadas provincias, tanto en la parte oriental como en la occidental del Imperio.
Las provincias hispanas se ven afectadas por la inestabilidad política y por las razzias que ocasionan francos y alamanes en el frente del Rin. Concretamente, la proclamación como Augusto de Póstumo por las legiones de la Galia en el 258 d. C. genera la correspondiente desmembración del Imperio, ya que a las provincias galas se unen Britania e Hispania; el correspondiente Imperium Galliarum perdura hasta la restauración de la unidad que se efectúa durante el reinado de Aureliano (270-275); precisamente, la vinculación de Hispania a la usurpación de Póstumo se constata en determinados testimonios epigráficos y numismáticos procedentes de diversas zonas de la Península Ibérica; la restauración de la red viaria tiene su proyección propagandística en diversos miliarios, que en sus inscripciones documentan la actividad de Póstumo en Carthago Nova y en Arce (Miranda del Ebro); también las leyendas monetales celebran al nuevo emperador con epítetos tales como pacator orbis, restitutor Galliarum, salus provinciarum en emisiones que, teniendo en ocasiones en el reverso la efigie del Hércules gaditano, proceden de la ceca de Tarraco.
También las provincias hispanas se vieron afectadas por las razzias que efectúan francos y alamanes en los territorios occidentales del imperio; la primera invasión se produce durante el reinado de Galieno, se inicia en torno al 260 d.C. y perdura posiblemente hasta el 266 d.C., fecha en la que los pueblos germanos abandonan la Betica con destino a Mauritania; la zona afectada estuvo constituida por el litoral mediterráneo y por la Hispania meridional con puntuales penetraciones hacia el interior peninsular. La segunda invasión, menos documentada que la anterior, se produce en torno al 276 d.C., penetra por el Pirineo navarro y afecta a importantes centros de la Hispania septentrional, con posibles proyecciones al territorio lusitano a través de la Vía de la Plata y a determinadas ciudades de la Betica.
La crisis social, materializada en los movimientos campesinos, la inestabilidad dinástica y, especialmente, las razzias efectuadas por francos y alamanes constituyen el marco de referencia para explicar las importantes destrucciones de ciudades y explotaciones agrarias (villae) que arqueológicamente se constatan en este período; precisamente, la crisis desencadena, al igual que en otros períodos, ocultamiento de tesoros, que poseen también una amplia dispersión en el territorio peninsular.
La intensidad de las destrucciones puede observarse en el número de ciudades afectadas; concretamente, en la Provincia Tarraconense se vieron afectadas Emporiae, Baetulo, Barcino, que pronto reanuda la reconstrucción más restringida de su perímetro murario con materiales reutilizados que aún pueden observarse, la capital Tarraco que inicia su crisis, Saguntum, Dianium, Caesaraugusta, Pompaelo, Clunia, Iuliobriga, etc; también la capital de la Lusitania se vio afectada por las destrucciones. En cambio, las ciudades de la Betica, con la posible excepción de Baelo, documentan niveles de destrucción de menor intensidad, lo que tiende a explicarse por la fortaleza de sus murallas, posiblemente restauradas y potenciadas como consecuencia de las razzias que las tribus moras habían efectuado con anterioridad durante el reinado de Marco Aurelio.
La restauración del Imperio es obra fundamentalmente de los emperadores ilíricos; tras la muerte de Galieno, Hispania abandona el Imperium Galliarum y acepta como nuevo emperador a Claudio II el Gótico (268-270), que reanuda la lucha contra Tétrico, sucesor del usurpador Póstumo. La restauración territorial corre paralela en los años posteriores a determinadas reformas que, afectando a los diversos planos de la realidad del Imperio, alcanzan su sistematización durante el reinado de Diocleciano (284-305), con el que se inicia convencionalmente la Tardía Antigüedad.